Una historia que no termina bien

Amigos, enemigos e intermedios, les abrazo con cariño y les cuento una historia:

Les advierto que es cuento largo. Les advierto también que no es necesariamente una historia gozosa o edificante. No termina bien. Como todas las historias cuando involucran a la muerte, tiene una carga sombría que quizás quieran evitar en su día. Considérense advertidos.

Hace dos años comencé a notar cambios en mi cuerpo. Pequeños al principio, indefinibles tanto como sutiles: movimientos involuntarios en los dedos de la mano izquierda, una inusual fuerza del puño cerrado durante la noche que hacía que la hermosa mujer junto a mí me despertara porque le hacía daño mientras le abrazaba. Pequeñas explosiones de inexplicable energía debajo de la piel en el brazo y la pierna. Al principio todo muy tenue, como si no fuera más que la mente obstinada en ver o sentir cosas que no son.

Pronto comencé a ser incapaz de cerrar la llave del agua por completo con la mano izquierda. Los dedos se retraían por sí solos, las cosas se me caían como si lo hiciera a propósito o como si la torpeza habitual y la proverbial estupidez que me han acompañado siempre se estuvieran subrayando. Me era imposible tomar una llave o accionar una chapa, sostener un libro o dar vuelta a las hojas, llevar la taza del café o sostenerla para beber. Las cosas más simples parecían estar fuera del alcance de mi mano izquierda, fuera de su comprensión.

Al mismo tiempo comencé a caerme en las situaciones más inverosímiles y de las formas más aparatosas, al tener una mano menos con la que atajarme. Fue entonces que la frase le salió a mi mente: “algo grave le está pasando a mi cuerpo” le dije a Sol, quien también sentía la extrañeza.

Buscamos ayuda y opiniones. Sol me insistía en no dejarlo pasar, en dedicarle atención. Me fueron diagnosticados primero Síndrome del Túnel Carpiano y Contractura de Dupuytren después. Me recomendaron fisioterapia y acupuntura. Acudí, pero nada cambió.

Las caídas continuaban. Mi pierna izquierda comenzó por su parte a recelar de casi todo, a entorpecerse de una manera definitiva. Fue entonces que, con la ayuda de mi familia –la vida del freelancer anarquista, sin seguro ni ahorros ni estabilidad, es de lo más divertida– pude consultar a un neurólogo.

A esa consulta llegué apoyándome en un bastón, porque el piso me traicionaba. Luego de revisarme, el médico me soltó una frase ominosa: “lo primero que le voy a decir es que no existe nada que usted pueda tomar y que le quite estos síntomas de un día para otro”. Yo pensé para mí, ingenuamente: “¿y para dentro de un mes, 6 meses, un año? ¿Para la siguiente década quizás?”.

El 27 de marzo del 2018, luego de un proceso diagnóstico maquinal, confuso y con un sesgo tortuoso, fui diagnosticado con Esclerosis Lateral Amiotrófica. ELA, para los íntimos.

A veces las palabras se vuelven vacías a fuerza de repetirlas: incurable, degenerativa, terminal (ninguna de ellas rima, ¿no les parece triste?). Un promedio de supervivencia de cinco años a partir del inicio de los síntomas. Buscar información sobre la enfermedad es tan confuso como desolador: se sabe poco o nada, actúa de manera errática pero definitiva en cada cuerpo, se le investiga a cuenta gotas y casi siempre a contracorriente, porque la industria farmacéutica no está del todo interesada; ya no digamos el estado asesino, que no se interesa por nada que no sea su rapiña. La OMS se entretiene llamándola “una de las peores enfermedades que puede padecer un ser humano”, como si la muerte tuviera necesidad de escalas meritorias.

Sólo se sabe lo esencial: por causas desconocidas, las neuronas motoras del sistema nervioso central dejan de comunicarse con los músculos y mueren. Las personas que padecemos esta enfermedad nos vamos quedando inmóviles, atrapadas en un cuerpo que no responde más a nuestra voluntad y que se siente como de piedra. Perdemos no sólo el movimiento en las articulaciones, sino también la capacidad de hablar y deglutir. Eventualmente, el proceso de respiración se ve afectado y eso, más pronto que tarde, conduce a la muerte. En alguna parte leí la frase perentoria: “lo único que piden los pacientes con ELA es no morir asfixiados”.

No sé si es eso lo que yo pido, pero no estaría mal.

Ustedes han oído acerca de la enfermedad: Stephen Hawking, el “Ice Bucket Challenge”, y así. Sol, con infinita sabiduría, lo resume de esta forma: es como si de un día para otro te hubieran avisado que vienes de Marte. Mi mente completa la idea: sí, es como si de pronto la gravedad hubiera decidido ensañarse contigo, porque hasta ahora te las arreglaste para vivir flotando, como negando el tiempo, el peso y la muerte. Hoja seca en el otoño eterno del mundo.

No existen explicaciones racionales. Mi mente apenas se entretiene en juegos metafóricos, de los cuales el más claro es este: desde mi paso por el mundo psiquiátrico cuando terminaba la adolescencia hasta este momento de desconexión de mis neuronas, y a pesar de haber vivido casi siempre a sus expensas, la relación que he mantenido con mi cerebro nunca ha sido la mejor.

“Cabrón, hijo de puta”, se enfurece todo el cuerpo y repite en una vibración rabiosa. Pero la imposibilidad de vivir sin él, sin esa paradoja entre el cerebro, la mente, el cuerpo y sus fallidas interconexiones, reduce todo enojo al absurdo.

“Moloch, cuyo nombre es la mente”, me susurra Allen Ginsberg al oído.

Hay algo hermoso que brota de todo esto, sin embargo: cada día me demuestra que en el mundo existen el amor, la verdadera amistad, la familia férrea e inamovible, incluso la solidaridad de quien nunca antes me ha visto pero me tiende una mano, ya sea la mano casual que me ayuda a desplazarme o la que me dona una silla de ruedas porque no puedo caminar más.

No puedo ser más afortunado y lo sé; aunque esta frase sea, en este contexto, irremediablemente irónica.

No hay día que no me demuestre que aquello en lo que he intentado contribuir durante la mayor parte de mi vida es cierto y vale la pena: el sentido y la praxis de lo comunitario, de la comunidad, de lo común, de lo que nos junta más allá de la diferencia.

Por supuesto, tampoco soy ciego a la tragedia de todo esto. Particularmente la trágica dificultad que representa esta circunstancia para mis seres queridos, para quienes todo ha cambiado en definitiva, para quienes cuidarme es ahora un problema más en esta vida llena de problemas. Para quienes la frase “no hay dinero que alcance” se vuelve el corolario de casi cada pensamiento, acaso también de cada anhelo u oración.

La tragedia de que mi mente sin dios no pueda acompañarlos en ese anhelo, por lo menos no de esa manera. Hoy, más que nunca, abomino la idea y me sigo acogiendo a mi naturaleza de accidente, de casualidad, de producto irremediable del caos. Hoy, más que nunca, descreo de todo, salvo quizás de la mente que me aniquila y de la forma anárquica del amor que hace posible la inusitada solidaridad que estoy recibiendo.

A los anarquistas nos acusan palurdamente de ingenuos por creer en las infinitas posibilidades del ser humano. En lo personal, cada día creo más en ellas y constituyen lo único en lo que creo. No, no me detienen en ese afán las personas que se ríen por lo bajo pensando que me tengo bien merecido todo esto, ya sea por mi cuerpo cubierto de tatuajes o por el inmenso mal que piensan que he traído al mundo o a sus vidas. Para mí, la estupidez humana es un caso de excepción en el que todos nos permitimos caer cada día y del que todos podemos siempre recuperarnos, y nada más.

Les cuento todo esto por un afán personal, quizás egoísta, de liberación. Es un fardo imposible de llevar solo. Esto está avanzando, inefable, y la frase “pero si ayer podía hacerlo” está comenzando a ser recurrente en mi vida. Es por eso que me afano en contarlo ahora, porque el tiempo parece agotarse. En febrero de este año podía caminar con mis habituales zancadas de animal piernilargo, hoy me desplazo en silla de ruedas. A mí me parece rápido como un Ferrari.

También, por supuesto, se los cuento como una forma de agradecer a todos y todas aquellas que me tienden la mano cada día. La lista sería inabarcable y cada nombre me haría llorar; ustedes saben quiénes son y sé también que no hay palabras que abarquen todo lo que les agradezco.

Me detengo sin embargo en dos nombres:

Sol. Mi maga, mi más anhelada claridad. Hemos llorado, nos hemos enojado, hemos roto con todo y vuelto a juntar los pedacitos, hemos intentado entender y justificar y negar y afirmar, y hemos desistido de la comprensión de todo esto. Nos estamos buscando siempre y sabemos que en cada desencuentro nuestro está implícito un nuevo entendimiento, nuestro también, intransferible. En los espacios vacíos jugamos videojuegos, nos mostramos cosas, nos maravillamos con las más diversas formas del razonamiento y del sinsentido, nos seguimos declarando cómplices en el crimen de amarnos tan absolutamente, como siempre. Juntos le perdimos el miedo a la palabra amor y a la distancia y a los vaivenes tormentosos que se obstinan en vernos naufragar.

Alexis, mi hijo, a quien le he faltado de todas las maneras posibles y quien me busca a pesar de todo con esa generosidad suya, inexplicable; con ese afán que me rompe el corazón y lo ilumina al mismo tiempo. Mi hijo, con su valentía ejemplar, con su frontal negación de todo orden establecido, con su total incapacidad para anteponer un juicio al cariño, con su inteligencia absoluta de las cosas del mundo y de la sonrisa. Nos estamos buscando y espero poder saldar alguna de mis incontables deudas con él, aunque sea en la forma simple de los abrazos y las canciones.

¿Qué hay para entender o aprender aquí? Nada, nada en absoluto. Tal vez que nunca deberíamos haber dejado los asuntos de la salud en las manos del estado y del capitalismo. Acaso también que los atardeceres son más valiosos de lo que uno piensa. Acaso que hay que bailar y besar y rodear con los brazos tan seguido como sea posible, mientras sea posible, como en lírica de bolero.

No les aburro más con esta historia. No me canso de decirlo: morir es aburrido. No hay aquí “lecciones de vida”. No creo en ese afán obtuso y moralista. Todos nacimos para la muerte y yo estoy siendo arrastrado, hipotética pero claramente, a través de un atajo cruel y variopinto.

Nos dijo Bob Dylan: “quien no está entretenido naciendo está entretenido muriendo”. Estoy de acuerdo, entretenido como estoy en estas minucias.

Hay algo de meditabundo y de contemplativo en todo esto. Pero hay algo también desesperante, humillante y doloroso en cada día que pasa. Es como desafinar en tu canción favorita; no deja de ser tu canción predilecta, pero te jode arruinarla. A pesar de todo, la rabia y el amor no me abandonan. Espero fervientemente que no me abandonen.

Veremos en qué termina. Aunque lo sepamos de antemano.

Si llegaron hasta aquí, gracias.

¿Vieron que no terminaba bien?

Les abrazo de nueva cuenta. Con un solo brazo; ustedes sabrán disculparme.

Salud y Anarquía para ustedes.

A Group Portrait at Longshaw Lodge Convalescent Home for Wounded Soldiers, between August 1916 and June 1917. Unattributed. Tyne & Wear Archives & Museums collection.
A Group Portrait at Longshaw Lodge Convalescent Home for Wounded Soldiers, between August 1916 and June 1917. Unattributed. Tyne & Wear Archives & Museums collection.

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