Para lo que está la muerte
Tengo un imán, un encanto, que me lleva siempre hacia las personas más marginadas del lugar en donde vivo. Lo considero inopinadamente una suerte, una inusual forma de la fortuna que me ha llevado a conocer al Waka en Guanajuato, a la Martina en Iztapalapa o ahora, aquí donde estoy parado, al Pelos y al Pirata y al Eusebio, o al Don que paseaba con un ejército de perros como si encabezara una procesión de incertidumbres.
Tengo un imán, pues, para atraer a los indigentes y para sentirme atraído por ellos, para saludarles y darles plática a cambio de poder mirarles de cerca y fascinarme con sus rostros, por lo general más nítidamente vitales y perfectos que los de cualquier otra persona que se atreva a platicar conmigo. Pocos, porque mi apariencia me antecede.
Hoy uno de ellos, un hombre de dimensiones minúsculas pero inusualmente recio en su saludo, un anciano albino que suele bromear con una energía apabullante (aunque siempre suelte el mismo chiste: “yo como los vinos, entre más viejo más sabroso”), se acerca a mí y se detiene, anticipando mi saludo.
“Qué le cuento”; su voz baja una décima y todos alrededor hacen silencio, como si anticiparan que de esa frase sólo pueden salir tormentas: “que se me murió mi hijo hace ocho días”.
“No me diga”, respondo torpemente, como si no acabara de decírmelo.
“Se fue allá, lejos, y ya no regresó”, me dice, con la simpleza de ideas de quien sabe que no me debe ninguna explicación.
Me habla de dios y de su voluntad inescrutable, y no sé muy bien qué decirle. Le esgrimo lugares comunes acerca del consuelo y acerca de los que quedamos vivos, cosas que dirían mi madre o mi abuela, sabiendo que me mira sin escucharme y que a mí en realidad lo que me interesa, profundamente, es perderme un segundo en sus ojos rojos hasta lo imposible, las arrugas blancas como arena zanjada en su piel albina, la general geografía desencajada de su tristeza.
Me aprieta el brazo sin mesura alguna, sin recato, y me da un abrazo. Yo le correspondo porque es de verdad inevitable; porque las personas deberían abrazarse sin pudores, siempre, tal vez sin pretexto pero todavía más cuando lo hay; todavía más cuando abrazarse es parte de algo universal e irreparable.
Y ahora, aquí donde estoy parado, no sé cómo seguir el día sin responderme la pregunta que me ronda. ¿No es para eso para lo que está la muerte, para abrazarnos, para mirarnos a los ojos, para tener un buen pretexto para inventar a dios?
No, me respondo finalmente.
La muerte está para ir allá, lejos, y ya no regresar.
Daniel Iván.