Las Primeras Lluvias
Me apago como una vela. Consunción de cuerpo y de voz, pierdo la luz en el esfuerzo tanto como en la permanencia. Divido mi tiempo entre el polvo y la sombra; opaco impulso, tierra de por medio. He roto con todos los que amaba, salvo con el rayo y la tormenta, quienes persisten en su engaño. Siento en el pecho el aviso de la muerte que se expande, que deja abierta la corriente en la que te deshace en huesos y residuos y en el pulimento general de la materia.
Zumban los oídos, vibran las cosas del mundo de la misma manera en la que lo hacen las palabras y los cúmulos de nubes: se alteran imposibles, se horadan a la luz de la razón, se deducen al caer del cielo y al enfrentar el vacío al ras del suelo, como suele ocurrir en democracia. Anhelo de fulgor, la caída no revela el abrigo o el significado. No deriva de mí ninguna fecha y ningún hallazgo: frágil, me declaro frágil y estallido, virtualmente desdeñoso; intenso e imbricado como braga de oficinista.
No aprendí ni la caricia ni el comfort. No los tuve salvo cuando, distraído, me dejaba sorprender por el tiempo y los atardeceres, por la molienda y el estiércol. Nacido en una barraca, en un mapa de guerra, mi saludo hacia lo alto carecía de la gracia suficiente y se elevaba como una plegaria inacabada, poco afortunada, pesada como las primeras lluvias.
Pasado el tiempo, no era lo dicho lo que se me reprochaba sino lo que quedaba por decir. Ausentes de este diálogo, ciertas materias orbitales se quedaron esperando una respuesta de mi parte; así supe que había llegado a la vida adulta y al entendimiento del mundo y sus diversas geografías. Mi mentón se tornó un mapa de corrientes y convulsiones, diagrama de flujo y de líneas de teléfono y añil.
Deletreo ahora las entradas en un diario, la lista de significados académicamente aceptados en torno al problema de los cauces y las bisagras. Llevo semanas aporreando la idea de llegar a la meta o de llegar al orgasmo, de pagar la cuenta o de prever el futuro. Tengo una facilidad innata para el desencuentro y la falta de vocación: resuelvo los conflictos con cartas de viaje, con minúsculas aportaciones a causas perdidas y con ramos de flores o yerbas de olor.
Me doy cuenta de mi escandalosa falta de impulsos varoniles, de mi desdén por el dominio; de la desviación de mi atención, que se sesga según las estaciones y los climas. Me doy cuenta de lo fácilmente que se verifican en mí los impulsos venéreos y las acumulaciones de polvo, las apostillas en los planos de construcción, los latidos consecutivos del ritmo y de los astros y las ausencias de sentido y proporción.
Una oscuridad articulada eleva hacia mí sus discursos, sabiendo que los escucho y los entiendo: hablo la lengua de los rincones y la bruma; palabras propias, las únicas que entiendo.
Navego intacto por la latitud de los ahogados, de la zozobra y el léviathan. No acudo ni a la angustia ni al desencanto, dueño como soy de un ardor suicida y de tantas y tan vastas colisiones.
Me aboco a responder las preguntas de mi infancia; a recordarme víctima de algún incordio, ya que siempre queda bien en el currículo y en alguna posible biografía. Abandono para siempre el impulso de correr porque carezco de destino o porque, en todo caso, arribar es una nimiedad burocrática que no me afecta ni me incumbe.
He perdido la alegría de lo habido y la necesidad imperativa de la posesión acumulativa: las madres me acusan de abúlico pero yo me aplaudo como un singular protocomunista. Vivo en la carencia y en el desacato, perfilando revelaciones y las formas contradictorias de la ciencia y de las artes funerarias. Carezco de ritual y de flagrancia, tanto como las nubes de ceniza y las hojas desechadas de los árboles. Produzco sombra sólo por una rabiosa casualidad de ángulos y proporciones.
Cada hora, las campanas de la iglesia convocan al rencor y al juicio fácil: tan atrasados estamos en materia de justicia. Abstemio como soy, inmune a esos placeres, me decido por pasar las páginas de un libro con dedos frágiles y con gestos indiferentes:
intento desviar la atención del hecho de que estoy fuera de toda proporción o rudimento, de que me alienta sólo la sombra que subyace, de que se apaga la luz en un oscuro final,
en el horizonte plano, en el punto de partida.
