¿De qué hablamos cuando hablamos de no votar?
Cuando los anarquistas decimos que el voto y la participación en procesos electorales son apenas una expresión limítrofe y mediocre de voluntad política, hablamos en realidad de algo más profundo, y mucho más difícil de comprender para quienes creen que en una figura única y monolítica (llámese candidato, presidente, salvador, partido, color identitario o discursividad aprendida) se encierra alguna posibilidad para las personas comunes.
Nosotros hablamos contra la sumisión frente a los ladrones y asesinos que nos convocan para validar su rapiña, sí; pero hablamos muy principalmente del único acto afirmativo que existe en la vida social: hablamos, en resumen, de solidaridad.
Esa solidaridad que es imposible de estar contenida en los vítores unánimes o en los discursos volátiles o en las estructuras asesinas de los estados de cualquier color. Esa solidaridad que sólo puede estar en la verdad de los barrios y de las personas, sobre todo de aquellas que son capaces de mirar por sus vecinos, de participar en sus asambleas, de acudir en ayuda de ese en desgracia a quien se puede ver a los ojos y no de la pusilánime abstracción de las patrias en permanente estado de saqueo y emergencia, porque para eso están diseñadas de antemano.
La solidaridad, esa forma tan difícil del compromiso y del amor, que mira siempre más allá de la hipócrita, comodina, insípida posibilidad de un salvador, una nueva clase dominante, un nuevo patrón, líder o consorte, un nuevo mapa del poder que nos haga imaginar que «ahora sí nos toca»: esa ilusoria forma de la obediencia a la que suele llamarse «derecho a elegir» pero que bien se podría llamar miopía, servilismo, comodidad clasemediera, obediencia inane.
Esa solidaridad existe, da cuenta de grandes avances en las formas de la organización y de la sobrevivencia, se enfrenta todos los días a la represión y al descrédito, se le vilipendia todos los días como ingenua o como pequeña o como de vista corta; pero se expresa, se vive, se apuntala, porque no depende ni de calendarios ni de presupuestos ni de validaciones ni de becas ni de gobiernos entrantes o salientes ni de besarle la mano a ningún imbécil.
Llámenla barrio de mugrosos anarquistas, llámenla roñoso municipio autónomo zapatista, llámenla maldito edificio tomado o puta fábrica recuperada o asqueroso espacio autónomo: se llama, en realidad, solidaridad, y es una de las formas menos comunes del esfuerzo y de la belleza. Y existe con todo en contra, como los verdaderos cambios, como las verdaderas revoluciones, como el verdadero rastro de las personas. Y no depende sino de éstas, con todas las virtudes y bellezas, errores y caídas que eso conlleva.
Llámenla esperpento, pero cambia mil veces más que todas sus urnas llenas de nada o, peor aún, llenas de sangre y víctimas y agresión y autocomplacencia.
Llámenla lo que quieran pero sepan que, sin importar a quién se le tenga que rendir pleitesía acabados los asuntos de la muerte, seguirá estando viva y seguirá siendo su mortal enemiga. La solidaridad no hace las paces con los explotadores. No forma parte de su naturaleza
Porque la anarquía sea.
