Exarcheia, barrio anarquista en Atenas, Grecia.

¿De qué hablamos cuando hablamos de no votar?

Cuando los anarquistas decimos que el voto y la participación en procesos electorales son apenas una expresión limítrofe y mediocre de voluntad política, hablamos en realidad de algo más profundo, y mucho más difícil de comprender para quienes creen que en una figura única y monolítica (llámese candidato, presidente, salvador, partido, color identitario o discursividad aprendida) se encierra alguna posibilidad para las personas comunes.

Nosotros hablamos contra la sumisión frente a los ladrones y asesinos que nos convocan para validar su rapiña, sí; pero hablamos muy principalmente del único acto afirmativo que existe en la vida social: hablamos, en resumen, de solidaridad.

Esa solidaridad que es imposible de estar contenida en los vítores unánimes o en los discursos volátiles o en las estructuras asesinas de los estados de cualquier color. Esa solidaridad que sólo puede estar en la verdad de los barrios y de las personas, sobre todo de aquellas que son capaces de mirar por sus vecinos, de participar en sus asambleas, de acudir en ayuda de ese en desgracia a quien se puede ver a los ojos y no de la pusilánime abstracción de las patrias en permanente estado de saqueo y emergencia, porque para eso están diseñadas de antemano.

La solidaridad, esa forma tan difícil del compromiso y del amor, que mira siempre más allá de la hipócrita, comodina, insípida posibilidad de un salvador, una nueva clase dominante, un nuevo patrón, líder o consorte, un nuevo mapa del poder que nos haga imaginar que «ahora sí nos toca»: esa ilusoria forma de la obediencia a la que suele llamarse «derecho a elegir» pero que bien se podría llamar miopía, servilismo, comodidad clasemediera, obediencia inane.

Esa solidaridad existe, da cuenta de grandes avances en las formas de la organización y de la sobrevivencia, se enfrenta todos los días a la represión y al descrédito, se le vilipendia todos los días como ingenua o como pequeña o como de vista corta; pero se expresa, se vive, se apuntala, porque no depende ni de calendarios ni de presupuestos ni de validaciones ni de becas ni de gobiernos entrantes o salientes ni de besarle la mano a ningún imbécil.

Llámenla barrio de mugrosos anarquistas, llámenla roñoso municipio autónomo zapatista, llámenla maldito edificio tomado o puta fábrica recuperada o asqueroso espacio autónomo: se llama, en realidad, solidaridad, y es una de las formas menos comunes del esfuerzo y de la belleza. Y existe con todo en contra, como los verdaderos cambios, como las verdaderas revoluciones, como el verdadero rastro de las personas. Y no depende sino de éstas, con todas las virtudes y bellezas, errores y caídas que eso conlleva.

Llámenla esperpento, pero cambia mil veces más que todas sus urnas llenas de nada o, peor aún, llenas de sangre y víctimas y agresión y autocomplacencia.

Llámenla lo que quieran pero sepan que, sin importar a quién se le tenga que rendir pleitesía acabados los asuntos de la muerte, seguirá estando viva y seguirá siendo su mortal enemiga. La solidaridad no hace las paces con los explotadores. No forma parte de su naturaleza

Porque la anarquía sea.

Exarcheia, barrio anarquista en Atenas, Grecia.
Exarcheia, barrio anarquista en Atenas, Grecia.

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