El Mundo Estalla en Opiniones
Futuro y cultura análoga II. (Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad del internet, décimo primera parte)
Este artículo fue publicado originalmente en la revista mexicana “etcétera” en febrero de 2016.
Vale siempre la pena hacer una pausa cuando la experiencia se apodera de la construcción del discurso. Una de las urgencias más contundentes de los “social media” es la de la actualidad. La vida de las ideas es contundentemente más corta en estos días; y así como los eventos parecen diluirse a una velocidad tan vertiginosa como desconcertante, la opinión parece trágicamente retada a probar constantemente su vigencia y a estar constantemente peleada con el paso del tiempo, con la mesura, a veces incluso con la más elemental alquimia del pensamiento: ese proceso de decantación paciente, de medición y observación, de comparación y hartazgo, al que en otro tiempo nos referíamos cuando usábamos la palabra “análisis”.
Resulta evidente que la premura por opinar juega antes incluso que la manufactura de la opinión, que su desarrollo y su arquitectura; y ya que todos tenemos una opinión tanto como todos tenemos un trasero, pareciera inevitable sentarse con lo uno sobre lo otro a esperar que el mundo se deshaga en aplausos o a que el mundo nos ignore; ambas cosas tan similares y acaso ambas con las mismas inasibles consecuencias: un reflejo del vacío.
Por supuesto, resulta chocante vivir en ese mundo que, probadamente, vive en el terror y al mismo tiempo lo ignora y lo sublima, o lo mastica y regurgita con un afán de rumiante noticioso. Resulta chocante tener que aderezar los fines de semana con alguna noticia escalofriante que nos devuelve la imagen de un caos infinito y destructivo, y comernos al mismo tiempo la verdad humillante de que a nosotros no nos pasa nada: ambas nociones tan acomodadas en el discurso de los medios que parecen en realidad dos partes de una misma frase, dos estrofas del mismo jingle pegajoso e invasivo como canción de película de Disney.
“Están otra vez atacando París”, me avisa con voz entrecortada la mujer a la que amo. La curiosa reacción de uno no es ni asombrarse ni dar paso a la angustia, sino todo lo contrario: acudir al movimiento más bien mecánico de empezar a desglosar información en la digitalia y darse cuenta de que a pesar de todo, la información es mínima; otra vez. Tumultuosa, pero mínima. Apenas algunos esbozos de rumor al principio, aterradoras frases entrecortadas después, eventos que se van sucediendo uno tras de otro sin apenas ofrecer el esbozo de un relato. Uno, dos videos borrosos; hoy que hay videos de todo y con la escala grandilocuente del HD. Las voces más mesuradas dejan ver su pasmosa ingenuidad conteniéndose “hasta que haya un reporte oficial”. Los conductores de televisión y radio se hacen ver haciendo uso de un histrionismo que raya en lo ridículo; mientras el silencio pasmoso de Twitter o Facebook, que vibran convirtiéndolo todo en el vacío de un hashtag elevado a trend-topic, dejan una sensación de vacío diseñado, de arquitectura del discurso, de control de daños y, por supuesto y sobre todo, de censura.
Y de pronto el mundo estalla en opiniones. No en información ni en análisis ni en relatos articulados sino, de una manera que recuerda a los derrumbes, en opiniones. No necesariamente siquiera en opiniones que acudan a algún dato o que clarifiquen la penumbra, sino más bien en opiniones que aluden al propio carácter, a la propia circunstancia frente a la maraña de los hechos: aún los más inteligentes se hacen ver, oportunistamente, como buenos y como generosos, como partidarios de la paz y el entendimiento entre las personas; claro, hasta que alguien con un poco más de paciencia –opinólogos agazapados en la corrección política– les hace ver en lo que falla su opinión, las omisiones en las que incurre, su falta de rigor o de inclusión o de talento, su hipocresía inaceptable, su inoportuna obviedad. Y de pronto lo que ocurre es menos relevante que el debate que le sigue; más aún, pareciera que es para ese debate para el que ocurren los pormenores de la historia, para ese escalofriante intercambio de escupitajos como en pelea de pandilleros sin navajas. Nadie se abstiene de ese intercambio irremediablemente altanero, nadie se retrae; de alguna manera ausentarse es no estar, perder vigencia, aceptarse irrelevante; y eso, en la medida en la que nuestro tiempo nos define como una sumatoria de “likes” y de “retweets”, resulta inaceptable. Por supuesto, en otros rincones de la digitalia, la odiada chusma lumpen –a la que la clase media iluminada culpa de todo, curiosamente– sigue afanosamente interesada en los pormenores del deporte y de masterchef, poseedora tal vez de una iluminada intuición que le hace saber antes que a nadie que lo que ocurre no está ocurriendo en realidad.
Lo más curioso –y probablemente también lo más frustrante– es que el “reporte oficial”, ese que esperaban los mesurados, arriba finalmente: el relato nos es impuesto como un trajecito de convencionalismos de diseñador, con letanías que nos convencen de que los terroristas llevan religiosamente sus pasaportes consigo para luego dejarlos abandonados de tal suerte que no quede lugar a dudas. Casi siempre la versión oficial llega con una frialdad matemática y con una descarga de sospechas y adjetivos que disfraza su absoluta irrelevancia para la comprensión de los hechos y su diseño exprofeso para justificar la violencia o los desatinos que ocurrirán después. La película se repite una y otra vez y nos convence de que lo que pasa no es todavía la historia, no detenta aún ninguna relevancia; la historia vendrá después, como la séptima parte de Star Wars, con esa misma carencia de hitos narrativos que nos sorprendan, con esa misma épica reciclada, con ese mismo entusiasmo adolescente y fácilmente digerible.
La pregunta relevante, en todo caso, es también la más pedestre, la que articularía un niño (tal vez uno de los muchos a los que sus padres hacen estallar en verborragia para luego convertirlos en éxitos cursis de youtube): ¿Por qué pasa todo esto? Hace poco recogía para mí una frase de David Chandler cuya simpleza me pareció deliciosa: “La idea ‘teoría conspiratoria’ es sólo un intento por desacreditar la necesidad de investigar. Es perfectamente legítimo decir ‘he aquí un evento extremadamente serio que ha ocurrido, que ha costado muchas vidas, que se usa para legitimar guerras y la muerte de miles de soldados y civiles. ¿Y de pronto preguntarse e investigar por los orígenes de todo eso es ilegítimo, o se debe a alguna suerte de inestabilidad mental o de pensamiento conspirativo? Se trata de crear una barrera psicológica, de invalidar a las personas que hacen estas preguntas. Pienso que es en realidad un ejercicio de ciudadanía responsable hacerle preguntas a tu gobierno, y no simplemente aceptar lo que se te dice sin ninguna clase de pensamiento crítico” (1). Preguntarse es un ejercicio cansado, una gimnasia agotadora, particularmente en un mundo que determina los relatos con la forma pausada de un eco autómata al que hoy, curiosamente, contribuimos todos.
Y, ¿qué clase de mundo es éste, al que tan neciamente nos empecinamos en contribuir o en cambiar a golpe de opiniones? ¿Se define el mundo en lo que es, o apenas en lo que acertamos a opinar de él? Valdría la pena preguntarse, nuevamente, sobre la naturaleza “estrictamente” experimental del terror, del horror, de la degradación humana. Ese relato previo –que, por cierto, se parece de muchas formas a la censura previa, como veremos más adelante– niega la posibilidad de señalar de manera convincente la llegada del totalitarismo allí donde éste se asome, desdice los relatos que le confronten aún antes de que se hayan articulado, dibujando así no sólo un discurso hegemónico y unívoco sino, de manera aún más trágica, una zona de acomodo a la que atenerse cuando se está cómodo y calientito. Es incluso capaz de provocar una ceguera frente al horror aun cuando se le tiene encima, no en las formas discursivas que convienen al relato predominante sino cuando el horror es el discurso predominante en sí mismo.
Vivimos en una versión hiper-tecnológica de Pedro y el lobo, donde el lobo es al mismo tiempo la amenaza, quien grita “peligro” y la maquinaria de censura y descalificación.
Un retrato del mundo hoy debería incluir indefectiblemente la imagen de Bassel Khartabil, programador y activista de Creative Commons e investigador del MIT Media Lab de Boston, arrestado y (dicen las fuentes más confiables) condenado a muerte en Siria, sin juicio y sin delito articulado (2). O la imagen de los panfletos que en Londres, en el civilizado Reino Unido, advertían el mes antepasado a los padres de familia sobre el peligro de que sus hijos “se radicalizaran” y apuntaban como síntomas inconfundibles “mostrar desconfianza en la información de los medios masivos de comunicación”, “creer en teorías conspiratorias” y “parecer disgustado sobre las políticas gubernamentales, especialmente las de política exterior” (3). O la imagen de la última edición del DSM (Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, la biblia de la psiquiatría moderna), la número 5, que bajo la categoría de “Desórdenes Disruptivos, de Conducta y de Control de los Impulsos” incluye el “Trastorno de Oposición Desafiante” (Oppositional Defiant Disorder u ODD) definido como “un patrón de conducta desobediente, hostil y desafiante” y cuyos síntomas incluyen “cuestionamiento de la autoridad”, “negatividad”, “actitud desafiante”, “proclividad para las discusiones” y ser “fácilmente irritable” (4). O la imagen de todas las derechas que avanzan en el mundo, tan parecidas en casi cada caso a las “izquierdas” que las precedieron.
Si nuestra angustia se desvive por temerle a Donald Trump, hay algo en la imagen del mundo que nos estamos perdiendo. Hace poco, siguiendo la pista del historiador y lingüista Carlo Mattogno (5), me topé con la realidad pasmosa de las leyes que en Europa criminalizan la negación del holocausto judío. Más allá de la antipatía o la repulsa que nos produzcan los grupos a los que suele estar asociada esta línea de pensamiento (usualmente grupos de extrema derecha y de franca filiación nazi) lo cierto es que vivimos en un mundo en el que ciertas ideas son susceptibles de ser prohibidas como tales, sin implicar ninguna otra acción fuera de su articulación pública y en voz alta. Lo cierto también es que las partes más interesantes y argumentativas de esas ideas no son articuladas por skinheads patanes o por xenófobos o antisemitas clandestinos, sino por historiadores serios y respetados que no sólo enfrentan múltiples formas de descrédito en sus respectivos ambientes académicos sino que, en la práctica, piensan bajo una muy real espada de Damocles.
Si fuéramos capaces de escribir una ficha de síntomas del totalitarismo globalizado, ¿cuáles serían los síntomas que apuntaríamos como “inconfundibles”?
¿De qué síndrome diríamos que padece, hoy, el mundo?
Daniel Iván
www.danielivan.com
(1) Cita en “9/11, Decade of Deception”, Press for Truth Films, 2015. David Chandler es un post graduado del Harvey Mudd College, con una maestría en Matemáticas Aplicadas por el Politécnico de Pomona, California.
(2) Cita en http://www.huffingtonpost.com/joichi-ito/mit-researcher-sentenced-_b_8760354.html
(3) Panfleto distribuido por el Candem Safeguarding Children Board, Londres, Inglaterra. Cita en http://www.cscb-new.co.uk/wp-content/uploads/2015/10/CSCB_Radicalisation_and_Extremism_Single_Pages.pdf
(4) Cita en http://www.dsm5.org/Documents/changes%20from%20dsm-iv-tr%20to%20dsm-5.pdf
(5) Nacido en 1951, Mattogno es un respetado lingüista e historiador italiano, cuya principal aportación teórica ha sido la revisión histórica de los hechos asociados al holocausto durante la Segunda Guerra Mundial.
