El Estado como Narrativa
Futuro y cultura análoga II. (Guerras semánticas, construcción del logos y territorialidad del internet, novena parte)
Este artículo fue publicado originalmente en la revista mexicana “etcétera” en noviembre de 2015.
Hay algo que no podemos negarle a la idea del terrorismo y a su valor semántico: desde donde se le vea, contiene un profundo dramatismo, una cualidad cinemática y desgarradora, y es increíblemente persuasiva en la actualidad. Si el lector tuviera una curiosidad sostenida en el tiempo, y llevara la cuenta de la cantidad de veces que por mes o por año se le expone a esa pura idea en particular (ya sea en los medios de comunicación o en las charlas de cafetín o en las fechas conmemorativas o en los memes de internet o en los más diversos artefactos culturales) se daría cuenta de que el concepto en sí mismo forma parte central, fundamental, del imaginario social moderno. Obviamente, no únicamente de quienes se benefician en esgrimirlo como pretexto –los poderosos y sus portavoces, digamos –, sino de aquellos que se entretienen en atacarlo y usarlo a la inversa por pura falta de imaginación –los desposeídos y sus portavoces, digamos. Los hitos semánticos lo son no sólo por su impacto en el relato de su tiempo sino también por su capacidad para degradarse y convertirse en lugares comunes. La afectación de una sema en el relato transita siempre entre la catarsis y la indiferencia, entre la sobredimensión y la ausencia de sentido. Y hay algo en el relato del terror, de esa forma actual del terror que va de lo inconmensurable a lo innecesario, que lo han convertido en uno de los hitos semánticos por excelencia y en una de las grandes narrativas de la actualidad.
Los seres humanos podríamos definirnos como seres narrativos, particularmente por nuestra dependencia en sistemas de lenguaje y por la existencia en nuestra mente de sistemas narrativos pre-lingüísticos. Por supuesto, esto último no es privativo de los seres humanos sino de todos los seres vivos, de todo ser dotado de emotividad (como seguramente también lo es el lenguaje; pero en eso somos más elitistas y solemos pensar que nos define como humanos). Como quiera que sea los seres humanos, dotados de palabras y comunicativos por naturaleza, hemos definido ciertas líneas narrativas que nos afectan en el tiempo y a pesar del tiempo, que nos regresan a lo fundamental propio o a lo fundamental impuesto, que nos ubican tanto en lo contemporáneo como en lo atávico, y a las que podemos regresar ya sea en busca de sentido o en busca de inspiración. Estas grandes narrativas responden a su tiempo y cambian en el tiempo, pero tienen una tendencia a permanecer con nosotros, a regresar de distintas formas, a ilustrar para nosotros ideales o tendencias o falencias o arquetipos. El mito de Tántalo o el de Prometeo, la transgresión de Edipo, los relatos sobre la creación del mundo, la rebelión del hijo contra el padre, los diez mandamientos, los ritos iniciáticos, la naturaleza punitiva del trabajo, son todas narrativas que nos hablan desde la antigüedad clásica o desde el conocimiento atávico pero que también nos hablan desde El Señor de los Anillos o desde Star Wars, aún incluso desde las telenovelas y los dibujos animados. Son detectables en los discursos ideológicos y en las arengas de los políticos, así como en los poemas sublimes y en las narraciones emocionantes que intercambiamos en papel, en el kindle o alrededor del fuego, primitivos como somos. Estas narrativas nos convocan a la atención y al movimiento; nos provocan y, más importante aún, nos persuaden o buscan persuadirnos.
Por supuesto, recurro aquí a un análisis aristotélico, particularmente porque la antigüedad clásica nos dotó de algunas ontologías que son también grandes narrativas, que también recurren y se adaptan. En la Retórica aristotélica la persuasión tiene un rol fundamental en la construcción discursiva, no únicamente como recurso sino como sentido último, como fin del diseño narrativo/discursivo. La persuasión define de una manera última, ineludible, el éxito de todo proceso de comunicación, no únicamente porque es el único resultado deseable sino porque nos define como autoridad, como guía de las emociones, como portadores de la razón. ¿Qué otra cosa podríamos desear para nuestras ideas? ¿No es esa la última forma en la que trascienden nuestros pensamientos? Aristóteles opinaba que sí, y definía para el objeto retórico destinado a persuadir esos tres elementos, esas tres características necesarias: autoridad, emoción y razón. O, dicho de otra manera: ethos, pathos y logos.
Si quisiéramos definir lo que un hito semántico o una gran narrativa definen en nosotros y en nuestra comprensión del relato (el relato que se presenta frente a nosotros como “la realidad”), la persuasión aristotélica sigue siendo una herramienta interesante y a mano de análisis mínimo, frugal. Tres preguntas habría que responder antes de dar un mensaje como comprendido, nos decía Aristóteles, tanto como deberíamos responderlas antes de enunciarlo para su comprensión: ¿Quién y con qué autoridad lo está diciendo? ¿A qué emociones está apelando? Y, finalmente, ¿qué es lo que me está diciendo en realidad? El sentido transita entre lo autoritativo, lo emotivo y lo razonable sin serlo todo el tiempo; sin poder serlo todo el tiempo.
Permítame el lector una alegoría literaria, de folletín ya que estamos, que raya en lo burdo pero que hace esta idea mucho más comprensible: el ethos, el pathos y el logos son el Athos, el Porthos y el Aramis del sentido; y el sentido es un D’Artagnan como el que más, que no vale demasiado por sí mismo pero que con sus tres amigotes le parten el hocico al primer ingenuo que lo solicite o se les ponga enfrente. Sobre todo si lo hacen con el apoyo y la validación del estado, del orden establecido y con la avenencia de lo “moral”, lo “bueno”, de la “justicia” y del “bien común”, conceptos todos que forman parte central, medular, de todas las grandes narrativas y particularmente de aquellas que sostienen el discurso de la utilidad del estado; ya lleven nombres rimbombantes y atávicos como “derecho divino”, “proceso civilizatorio” o “destino manifiesto”; nombres neoliberales y sobre-dramatizados como “estado de derecho”, “las libertades que hemos conquistado” o “la democracia que-tanto-nos-ha-costado-construir”; o nombres más nacionalistas, bien pensantes y tropicalizados como “nueva república”, “revolución cubana” o “proceso bolivariano”. Como resulta casi obvio, cualquier sistema semántico –y todo sistema es semántico en alguna de sus partes– que para su sostenimiento requiera de altas dosis de control del relato y de control práctico de lo volitivo y de lo emotivo requiere de un opuesto paradigmático, de una presencia opuesta y acechante, de una amenaza directa que le comprometa fundamental y contradictoriamente; de un archienemigo, pues.
Esta necesidad narrativa ha sido recurrente en la conformación del estado moderno pero fue particularmente importante durante una buena parte del siglo XIX y en los albores del siglo XX, donde el expansionismo imperialista y colonial sufrió sus últimos reveses (al menos en su conformación pre-neoliberal, que se sostenía en el discurso “civilizatorio”; ya que el expansionismo imperialista iba a redefinir su contenido semántico para adecuarse a las nuevas necesidades corporativas y de otras estructuras de nuestra contemporaneidad, casi siempre de la mano de un discurso “libertario” sobre todo en lo económico) y donde las narrativas de los estados-nación se inclinaron de manera más definitiva hacia la economía de guerra con su lógica de derroche descomunal de recursos en procesos destructivos esencialmente desprovistos de carga semántica verificable.
La narrativa del estado moderno, de todo estado moderno, estaba apuntalada en más de una forma en una estructura de “mas-si-osares”(1), particularmente en sus estructuras más delicadas, más totalitarias y más necesitadas de narrativas convincentes: las estructuras de control y de preservación de poder. En el estado moderno estas estructuras no implican únicamente las estructuras armadas (policíacas y militares) y los sistemas de justicia correspondientes, sino una red de estructuras que apuntan también, de manera cada vez más sutil y peligrosa, al control de la información y de los flujos narrativos, así como a la normalización ideológica a través de procesos participativos acotados y mensurables (si, esa jaula de las locas a la que llamamos, inopinadamente, “democracia participativa”).
El siglo XX mostró que el control ideológico descarado era a la larga contraproducente (y hoy, claro, hasta políticamente incorrecto) y demostró la necesidad de cierto grado de elegancia en la imposición de narrativas mediante el uso del poder. De hecho, una de las nociones centrales de la idea de la justicia moderna (sobre todo en occidente) implica el ejercicio del poder de una manera justificada y razonada, y en oposición a esto la noción de totalitarismo “moderno” implica el ejercicio del poder de una manera automática e injustificada. Esta “justificación” o su ausencia son materia semántica en estado puro: no existen per se ni a priori, sino únicamente como materia discursiva y a posteriori. La justicia y la “justificación” (es decir, la adecuación semántica de una acción a la noción de justicia, y de la noción de justicia a los resultados de una acción) representan un apuntalamiento narrativo, una vuelta de tuerca deconstruible y a veces hasta innecesaria para el análisis de las acciones (del estado o de otros actores) y de sus repercusiones en la realidad (2).
Probablemente es en ese punto de confluencia en el que la idea del terrorismo funciona tan bien en el contexto presente. Su carácter “injustificable” implica una desconexión semántica automática, un carácter de sin sentido incuestionable y, al mismo tiempo, de “justificación” para cualquier respuesta que le siga, para cualquier consecuencia que le queramos endilgar. No retiene en sí misma, como idea, ninguna caracterización que haga necesaria una prueba contundente de su existencia, ya que encierra en sí la idea de algo no caracterizable, intangible; es el “extraño-enemigo” por excelencia, que no alcanza a tener un nombre, salvo el nombre definitivo de la muerte. Particularmente de la muerte de una imagen autoimpuesta “de lo que somos”, sea el concepto abstracto de la humanidad como conjunto o de la realidad como estabilidad y estructura. Si el discurso del imperialismo colonizador era expansivo, el discurso del capitalismo de estado tiende a la constricción, particularmente en lo que se refiere a la caracterización de su entorno cultural y de sus campos semánticos.
Por supuesto, de esta reducción de los campos semánticos a la idea del choque de civilizaciones no hay más que un paso. Uno pequeño, fácil, y la mar de persuasivo.
Daniel Iván
www.danielivan.com
(1) Por la frase del himno nacional mexicano: “Mas si osare un extraño enemigo…”.
(2) Vale la pena recuperar algunas de las críticas que, por ejemplo, se han hecho al pensamiento de Michel Foucault y su caracterización del poder. Uno de los principales reproches que algunos académicos le hacen al sistema crítico de Foucault es la ausencia de nociones como “justicia” o “libertad” (es decir, la ausencia de un sistema moral tradicional o atávico) para arrojar “propuestas positivas” en torno al uso y construcción del poder como fenómeno social y contingente. Ver, por ejemplo, las opiniones de Nancy Fraser en “Michel Foucault: Key Concepts”, compilado por Diana Taylor, Acumen, 2010.
